Cuenta la leyenda que hace siglos vivía una joven en una hacienda cercana a la Chorrera de las Sierpes. Muchas tardes se acercaba al manantial a llenar su cántaro de agua. Por aquel tiempo se decía que la mujer que se lavaba la cara con agua del manantial se conservaba eternamente bella y joven.

Un día, mientras esperaba que se llenara el cántaro de agua, llegó a la fuente un mozo a lomos de su mula. Se apeó junto al abrevadero y dejó que la bestia saciara su sed. Sacudiéndose el polvo del camino, el mozo se acercó a llenar su cantimplora.

La joven, al verlo venir se puso nerviosa, tanto que sus sonrojadas mejillas delataban su pudor.

El mozo, al darse cuenta de esto, dio conversación a la muchacha para aliviar su vergüenza mientras esperaban que se llenase el cántaro. Tan amena fue la conversación que casi se les hizo de noche en la fuente. El galán cogió el cántaro y se lo entregó a la joven que salió casi huyendo con el bajo el brazo, pero con la promesa de volver al día siguiente a la misma hora.

Llegó la tarde siguiente y volvieron a verse junto a la fuente. Así pasaron muchos días, muchos meses. Los jóvenes se habían enamorado locamente y se juraron amor eterno.

Pero, una tarde el mozo no acudió a la cita, la joven lo esperó y esperó hasta el anochecer, pero el muchacho no se presentó, había marchado aquella mañana en busca de fortuna y tuvo la desgracia de toparse con una partida de bandoleros. Desde entonces, la bella enamorada iba a diario a la Chorrera con la esperanza de encontrarse con su amado, pero éste nunca más volvió.

Un día, transcurrido el tiempo, como era costumbre en la chica, fue a llenar su cántaro de agua a la Chorrera y una vez allí comió hojas de adelfa para dejarse morir con su veneno en una cueva cercana. Llegó la noche y no volvió a casa. Sus padres y sirvientes, viendo que no regresaba, fueron al manantial a buscarla, pero ella no estaba allí.

Junto a la Chorrera encontraron su cántaro roto. La angustia se apoderó de los padres al pensar que alguien había pasado por allí y al verla sola se la llevó contra su voluntad. La buscaron y buscaron por todas partes, pero nunca más se supo de ella. Pasaron los años y los padres, sin perder la esperanza de volver a ver a su hija, murieron de pena esperando su regreso.

Pasaron los años y los siglos y una leyenda se apoderó de la Chorrera de las Sierpes. Se rumoreaba que algunos pastores desaparecían de forma misteriosa cuando abrevaban allí sus rebaños. Algunos apuntaban que esas desapariciones eran cosa de los bandoleros que poblaban Sierra Morena, aunque les extrañaba que no se llevaran el ganado.

Tiempo después, una noche vísperas de San Juan, un caminante procedente de Puertollano se dirigía hacia Córdoba y se acercó a la Chorrera a abrevar su caballo y llenar la cantimplora. A medida que se acercaba al manantial, a sus oídos llegaba el murmullo del agua mezclado con el chapotear del ganado. De pronto, vio una luz brillante que bajaba de la peñas sobre las que cae la Chorrera. Sorprendido y asustado, se escondió tras unos madroños que había junto al camino. Pensó que se trataría de algún bandolero, no en vano, por aquellas fechas eran muy conocidas las fechorías de José María ‘El Tempranillo’ y su banda.

Cuando el misterioso resplandor llegó hasta el abrevadero donde estaba el pastor con su rebaño, el caminante, asomándose con precaución, vio que se trataba de una hermosa dama de largos cabellos y vestida de un blanco radiante, como las diosas griegas. La mujer misteriosa portaba una antorcha luminosa y un cántaro bajo el brazo, que tendió al pastor pidiéndole que se lo llenara de agua.

Se acercaron a la fuente y mientras esperaban que se llenase, el viajero, escondido tras los madroños, pudo escuchar al pastor como preguntaba a la mujer:

-¿Quién eres, qué haces aquí?

-Me llamo Sila, le contestó, y hace muchos siglos vivía cerca de aquí.

El pastor se estremeció y con gesto preocupado cogió el cántaro para entregárselo. En ese momento, la mujer le cogió la mano y le pidió que la acompañara a su cueva. El pastor quedó encantado al instante, soltó el cántaro haciéndose añicos contra el suelo y la acompañó, desapareciendo ambos tras la peña de la chorrera.

El viajero, con el miedo en el cuerpo, esperó un tiempo para recuperarse y prosiguió su camino a paso ligero hasta llegar a Fuencaliente.

Llegado al pueblo, se dirigió a la posada para descansar esa noche. Una vez dentro, el posadero, al ver la cara de asombro que traía el forastero, le preguntó si le ocurría algo, éste relató con pelos y señales al posadero y los presentes lo que había visto en la Chorrera de las Sierpes.

Algunos de los que se encontraban en la posada no dieron crédito al viajero y se burlaron de él diciéndole que el miedo a las brujas de San Juan le había jugado una mala pasada. Sin embargo, el viejo posadero que había escuchado mil y una historias tras el mostrador, quedó pensativo y preocupado.

El viajero, al ver que no le tomaban en serio se encogió de hombros, pidió aposento y se fue a descansar. Al clarear la mañana, el forastero siguió su camino.

A las pocas horas de su partida llegaba al pueblo la noticia de que el hijo del Tío Ramón había desaparecido mientras abrevaba su rebaño en la Chorrera de las Sierpes. Los que escucharon al viajero contaron lo que este les había narrado la noche anterior en la posada y las gentes comenzaron a relacionar viejos rumores de pastores y viajeros desaparecidos en tiempos pasados.

Pronto se formó una batida de hombres armados y pusieron rumbo a la Chorrera de las Sierpes para buscar al pastor. Buscaron por las numerosas cuevas y abrigos de la zona, pero ni rastro del pastor ni de la misteriosa dama de blanco. Solo encontraron los restos de un cántaro roto.

Desde entonces, la leyenda de la mujer Encantada fue tomando cuerpo entre los lugareños. Tanto que, al final le cogieron miedo a pastorear por el entorno de la Chorrera en la Noche de San Juan. Temor que se extendió a los viajeros que, tanto si iban a pie o a caballo, evitaban hacer parada en la Ermita de San Isidro, sobre todo de noche, y más si era la de San Juan, por miedo a que se les apareciese la Encantá de la Chorrera de las Sierpes.

Relato de M. Félix de San Andrés